No es la primera vez que monta un lío surrealista. En su fallido regreso a los escenarios se encaró con varios periodistas que acudieron al teatro buscando carroña. Semanas después destrozó la habitación de un hotel y fue ingresado en una clínica mental, donde permaneció atado de pies y manos. Por último, acudió notablemente desorientado a un programa nocturno del corazón para cobrar 45.000 euros por decir todo tipo de incoherencias. Su aparición en El Hormiguero fue la enésima demostración de que Pajares es la decadencia personificada. La versión masculina de El crepúsculo de los dioses cuyo final se puede intuir.El verano pasado entrevisté a Pajares en el documental Mi nombre, Madrid (Telemadrid) y no cobró nada porque en ningún momento habló de su vida personal. Gestionar la entrevista fue una odisea, con continuos cambios de fecha. Llegó a la grabación en el Hotel Miguel Ángel con dos horas de retraso y su piel lucía un color más amarillo que la de Homer Simpson. El director de fotografía se ganó el sueldo para intentar que en pantalla pareciera medianamente humano. Su atuendo debía pertenecer a las sobras del vestuario de Los bingueros o Los energéticos. Ni Viruete se atrevería la americana azul cielo que llevaba, encima de una camiseta sin mangas ultraceñida. Con mucho esfuerzo dialéctico, intenté que no se fuera de las preguntas y, una vez montada la entrevista, incluso parecía bastante cuerdo, con unos momentos de lucidez impropia de ese esperpento que se pasea por los platós de televisión hablando del hijo, la hija y la madre que los parió।
Estaba ilusionado con su 50 aniversario como profesional, con volver a sentirse actor, pero ese entusiasmo no se ha visto correspondido por el público y las consecuencias de la decepción están siendo letales. Más allá de la persona y el personaje, me quedo con su interpretación de Makinavaja, genial adaptación del cómic de Ivá, y su frase “En un mundo sin moral ni ética, solo nos queda la estética" tras disparar a un comisario torturador. No descartó que, en su próximo escándalo, reviva una escena similar a ésta de “el último choriso”.

Debido al éxito, Van Deutekom decidió añadir un chat para dialogar con sus “fans” y, más tarde, se animó a comprar un dominio internacional donde se anuncian empresas como Fujitsu y Lego, amenazando que, mientras siga habiendo clientes dispuestos a anunciarse y pagar 100 euros por banner, continuará tumbado en su cama 24 horas al días, aunque incluyendo nuevas propuestas como ver las peores películas de la historia en un mismo día (¿optará por Uwe Boll o por el cine español?) o pasar una semana comiendo únicamente pizza. Las estatuas vivientes de la Puerta del Sol (ese cowboy de color cobre...) lo mismo también se plantean dar el paso hacia la blogosfera y abandonan las calles del centro, pero espero que la gran red no acabe con las entrañables tiendas de vinilos.
Recuerdo el rostro pétreo de Heston en la mayoría de las películas de ciencia ficción setentera que marcaron mi infancia. Del canibalismo de Soylent Green (Cuando el destino nos alcance) al desolador futuro de El último hombre vivo, pasando por la irrepetible escena final de El Planeta de los Simios y su grandilocuencia al descubrir la estatua de la libertad enterrada en la arena. También recuerdo esos sábados después de comer, con las reposiciones constantes de Terremoto, Cuando ruge la marabunta o Aeropuerto 75 por televisión.
